CATEGORÍA A – CUENTO
Ganador
La flor
de mi secreto
Por
Julián Cnochaert, 4° 6°
Habría sido oportuno que mi rostro fuese
fotografiado en el instante en el cual, al abrir la puerta de mi departamento,
hallé un sobre con la carta de mi tía Carlota. Mi sorpresa surgió a raíz de dos
motivos. El primero era el mero hecho de recibir una carta en el siglo XXI; el
segundo, el remitente, con quien yo no tenía contacto desde hacía unos quince
años.
Carlota, esa mujer tan detestada por mí.
Odiaba todo de ella, su ropa, su sonrisa constante, su olor, su casa, el olor
de su casa. Cada vez que nos visitaba estrujaba mis mejillas, encerrándolas en
sus dedos resecos, clavándome sus uñas sucias con tierra por cosechar en el
campo. Yo repudiaba ese gesto de supuesto cariño, cariño que para aquel
entonces me era invisible, sumándolo a la casi infinita lista de pequeñas cosas
que me hacían desear estar lejos de mi tía.
Comencé a leer la carta con una caligrafía
torpe resultado del casi nulo ejercicio de la escritura: mi tía trazaba peor
que un chico de diez años. No me sorprendí, ya la había visto escribir unas
pocas veces cuando todavía vivía en el campo. Luego de decodificar los trazos,
escritos con una fuerza aguerrida –al rozar el reverso de la hoja se apreciaba
el relieve de las palabras espejadas–, logré comprender lo que Carlota me quería
decir.
En el escrito, mi tía me explicaba cómo mis
primos, Ernesto y Blanca, habían fallecidos en un accidente de auto en la
autopista, invitándome a participar del velorio y del entierro, ya que yo solía
llevarme bien con ambos cuando era joven. Desde que me había ido, me había
esforzado por borrarlos de mi memoria, al igual que a todo lo concerniente a mi
pasado, pero no pude evitar sentir un dejo de tristeza cuando en mi cabeza
aparecieron los rostros de mis primos: Ernesto, de mi misma edad y Blanca, dos
años menor.
Solíamos jugar juntos en el patio de la casa
de mi tía, o en el cuarto de la mía, hasta que comencé a desarrollarme física y
mentalmente y mis intereses viraron. Ya no me atraían el sol, las gallinas, los
pastizales, la sombra de los árboles frutales; yo quería ser una actriz de
marquesinas que usara pintalabios rojo sangre y boas de pluma que adornaran su
cuello, quería usar tacones y botas altos, quería maquillarme con brillo la
cara y sentir el glamour de cruzar una avenida, la emoción de mirar por la
ventana y ver autos, en lugar de ver un terreno yermo, equivalente a la nada
misma. Por eso me fui. Porque yo era una semilla, y no podía florecer en el
campo. Me fui porque aquél no era el sitio donde construir mi realidad tan
fervientemente anhelada y a la vez tan distante.
Mientras mi tía me comentaba brevemente lo
dolida que estaba y cómo seguían iguales las cosas allí en Chaco, mi cabeza
empezó a perturbarme con truhanerías terribles. Por lo menos durante mis
últimos cinco años en Chaco me había esforzado por estar lejos de mis
parientes, a quienes creía odiar, pero me sorprendí al recordar a Ernesto –o
como lo solíamos llamar todos, “el Ernesto”, pero sólo cuando él no estaba
presente– con una mezcla de aprehensión, lástima y profundo afecto. Me hallé
lagrimeando al terminar de leer.
De repente, una ráfaga de imágenes, palabras
y voces se precipitó en mi cabeza, corrompiéndome: mi prima a los nueve años
comiéndose los mocos mientras preparábamos una ensalada de frutas, No te comas
los mocos, sé una dama, ¿Qué es una dama? El bigotillo de preadolescente de mi
primo. Hace calor, ¿no?, Sí, bastante, mi primo sacándose la remera y el
pantalón antes de meterse al estanque, yo en la orilla mirándolo mientras
nadaba, él ya tenía pelos en las axilas y yo ya me los tenía que afeitar con la
maquinita de mi papá, me parecían impresentables, Dale, vení, No, gracias. Mi
prima prestándome sus muñecas, Pero cuidámelas, ¿eh?, Sí, obviamente, como si
fueran mías, No, no, con más cuidado todavía. Mi primo acariciándome el cabello
mientras estábamos acostados bajo el sol sobre la hierba a la orilla del
estanque, mis ojos cerrados, yo acariciando su brazo con mi mano, su dedo
índice siendo tamborileados sobre mi estómago, sus labios besando mis orejas, mis
ojos cerrados, la punta de mi nariz, mis labios, su lengua en mi boca, él
encima de mí, sacándome la remera y recorriendo con su boca mi tórax, desde el
cuello hasta el ombligo, ¿Está bien esto, Ernesto? Sí, sí, eso creo, sí, Bueno,
si estás seguro seguí, en vos confío, dale primito, seguí, él bajándose el
pantalón, él desnudo, Ernesto desnudo, Ernesto sacándome el resto de la ropa,
un beso, dos besos, tres, el agua quieta como único testigo. Los días
siguientes, merendando con Blanca mientras mirábamos alguna telenovela, cómo
todo seguía como si nada; las noches siguientes –no todas– yendo a su casa,
besándolo nuevamente, repitiendo el proceso pero sin avanzar, hasta que un día
Te quiero mucho pero no quiero que sigamos haciendo esto, está mal, somos primos,
Pero si nos queremos, Ernesto, Yo también te quiero, pero no está bien, basta,
basta, Bueno.
Ya nada me quedaba después de que Ernesto
decidiera dejar de tenerme, pero me fui de Chaco apenas terminé el secundario,
por suerte. Venía ahorrando desde que había ingresado en la adolescencia, y
jamás había gastado desde entonces un centavo en mí. Si quería ropa, por
ejemplo, esperaba a mi cumpleaños o a la Navidad. Mi único objetivo era tener
buenas o excelentes calificaciones para que mis padres no me molestaran y huir,
huir de una vez por todas de ese pueblo, de esa provincia, de esa familia de
mentes cuadradas por la tradición, y llegar a la Capital que se perfilaba
diariamente en mi mente como un paraíso, como un sueño.
Llegué a Buenos Aires sin contactos, sin idea
de nada y sin un lugar donde vivir. Mientras me buscaba un trabajo digno, me
prostituí durante menos de dos meses, hasta que logré alquilar un flamante
monoambiente en el barrio de Almagro. Al-ma-gro.
Cada vez que pronuncio esa palabra, sonrío, pues la siento como mi primera casa
verdadera, la primera vez en la que me permití ser quien quería ser.
No sólo había logrado alquilar un lugar, sino
que además ya tenía un trabajo nuevo en una oficina. Tuve que insistir en una
veintena de lugares, más o menos, hasta que logré encontrar ese sitio. De todos
modos, Buenos Aires era una fiesta, no me importaba caminar. Caminaba para
dejar mi currículum en varios lugares, y de paso aprovechaba y me aprendía las
calles. No sólo podía usar telas delicadas para ir al trabajo, en forma de
trajecitos o vestiditos frescos y frágiles, sino que podía maquillarme sin
preocuparme por tener que ensuciarme con los animales o las plantas. No tenía
por qué ponerme zapatillas raídas para ordenar la granja: era libre de calzar zapatos
de taco.
La culpa invadió mi cuerpo, rápida como un
relámpago. Algo me llamaba a volver a mi provincia, era casi un deber. Tenía
una especie de deuda con mi primo, yo lo quise mucho y él a mí también, o por
lo menos eso me había gustado creer siempre. Era el único que había logrado
dejar una marca imborrable, una sombra que me siguió con menor o mayor
intensidad, pero siempre.
Decidí ir. Apenas hube terminado de peinarme,
salí disparada a comprar un pasaje para esa misma noche. Lo conseguí sin problema,
como era de esperarse. Durante el viaje, mis nervios no me dejaron dormir.
¿Cómo estaría Carlota ahora? ¿Los cuerpos estarían muy desfigurados? ¿El
funeral sería a cajón abierto o cerrado? ¿La boca de Ernesto seguiría siendo la
misma? Eso esperaba, sería lindo ver que un recuerdo, uno de los pocos
recuerdos buenos seguía igual, ¿no?
Me bajé en la terminal y en unos minutos
conseguí un remís que me llevó hasta el pueblito donde vivía lo que quedaba de
mi familia. Los edificios bajos y las casas se iban desdibujando a través de
los vidrios del auto, mientras nos distanciábamos de la ciudad. Ahora las
construcciones eran menos frecuentes, una casa se veía cada tanto, parada,
sola, en la ruta.
En el auto, ingresamos a un camino no
asfaltado y vislumbré la que había sido mi casa. Pasamos rápido, no había nadie
y tampoco era mi intención pedirle al chofer que se detuviera. La ruta estaba
contorneada por pastos altos y campos de trigo seco.
Llegamos a la casa de mi tía. Las piernas me
temblaban, tragaba saliva constantemente como si se tratara de comprobar que
tenía garganta. Le pagué al hombre, le dije que se quedara con el vuelto y se
fue luego de ayudarme a bajar mi valija. Contemplé la casa: era blanca, con
tejas de un color rojo gastado. Era algo grande, con un piso solo pero seguía
hacia el fondo. Como siempre. Un perro resguardaba la entrada, pero yo no lo
conocía. Me gruñó por lo bajo, pero estaba tan cansado que ni siquiera se puso
de pie.
Me animé a tocar la puerta. Sentía mi corazón
galopar. Al rato, mi tía salió. Estaba más arrugada que siempre, avejentada,
con la mirada triste pero profunda como hacía quince años antes. A la vieja
usanza, en su brazo tenía una cinta negra, exhibiendo el luto. Su piel estaba
tostada por el sol. Sus ojos parecían casi ciegos, en búsqueda constante de
algo, sin mirar fijo a nada. Las encías estaban aun más vacías que antes. Todo
aquello me resultaba familiar y completamente lejano al mismo tiempo.
–Hola–saludé.
–Hola. ¿Qué quiere? ¿Quién es usted?–inquirió
de forma brusca.
–Soy la novia de Carlitos–dije, extendiendo
la mano.
En lugar de recibirla, me abrazó muy fuerte y
comenzó a reír alegre. Los ojos le lloraban de la emoción.
–¡Vinieron…! ¡Qué linda sos! Él no nos llamó
ni nada desde que se fue, así que no sabía que estaba en pareja. ¿Y dónde está
Carlitos?–preguntó, pispeando detrás de mi espalda–Hace años que no lo veo. Me
muero por verlo, con lo buen mozo que era. Debe estar muy cambiado, igual. Le
tengo que mostrar la pelota de fútbol con la que jugaba con el Ernesto, cuando
los dos eran unos chiquilines… la sigo guardando.
MENCIONES ESPECIALES
La imaginación de unas pinceladas
Por Lucía Couso, 4° 9°
Hay ciertos
acontecimientos que creo no poder comprender. Dejaré por eso, testimonio de
ellos. Tal vez, con más dedicación y analizándolo detenidamente alguno de
ustedes puede develarlo. Intentaré no omitir ningún detalle que considere
importante. Tuvieron lugar un sábado de octubre, el sábado pasado para ser aún
más preciso. Sepan disculpar la narración, no me encuentro en mis mejores
condiciones, desde aquel sábado se me
presentan algunos síntomas a los cuales no encuentro explicación. No se cuánto
tiempo más podré resistir.
Horas que dedicaba a
embellecer mi alma. Horas en las que esas imágenes afinaban mis sentidos, enriquecían mis emociones en los
pasillos del histórico museo. El Louvre me recibía cada sábado del mes con esas
obras maravillosas que se adentraban en lo más profundo de mi alma.
Caminé por sus
pasillos, los recorrí una y otra vez. No soy capaz de definirme especialista en arte, pero aseguro conocer cada una de las obras expuestas. Y,
cada tarde, todos mis sentidos funcionaban en pos de comprender una en
particular. La analizaban desde todos los ángulos posibles, se impresionaban
primero, con la belleza de sus pigmentos, la delicadeza con la que los colores
habían sido elegidos. Luego, la repercusión que tenían en mí, en mis
pensamientos. Los mensajes que me trasmitían, mucho más ricos que las vacías
palabras que mi esposa repite desde nuestro casamiento.
No quiero abrumarlos
con peleas matrimoniales, pero estar acompañado de una mujer así: no puedo
soportarlo. Monotonía, monotonía, monotonía. Desde sus palabras hasta sus
acciones todo es predecible Ni siquiera
sus sentimientos, ¡ni siquiera sus sentimientos! ¿Lo notan? No puedo evitarlo,
no puedo evitar mencionarla. Les pido disculpas, el clima en casa es abrumador.
Intento pasar el menor tiempo allí, nuestra relación empeora cada minuto y casi
como desconocidos actuamos. Vuelvo a disculparme, no gastaré mis palabras en
detallar situaciones que no lo merecen. No quiero contaminar la pobre
descripción que hacía de mi rutina de fin de semana en el museo, no quiero
atreverme a mezclar cosas tan simples, tan mediocres con elementos tan bellos y
tan perfectos como el arte.
El sábado pasado
dediqué mis horas a un cuadro nuevo, una obra que no había visto jamás: una
nueva adquisición. No era buena, no había nada en ella que pudiera llamarme la
atención, pero creo que fue su aire desconocido el que me impulsó a analizarla
detenidamente. Autor: anónimo. Medida: 60cm x 40 cm. Óleo sobre lienzo. Año:
1964.
La furia de las
pinceladas negras y notables en la parte inferior; los trazos grises, suaves:
la calma del terror, el silencio de un trágico final. Trazos que pintaban con
delicadeza una figura mortífera que acecha sin ser vista, que espera el momento
indicado para abalanzarse, que hace tiempo que allí está esperando, tanto
tiempo como el pintor ha empleado en pintar sus minuciosos detalles. En medio
de tanta oscuridad un caballo blanco, imposible que nuestra mirada no se dirija
automáticamente a él, parece ser la salvación. Un caballo al galope que intenta
escapar, sin embargo su pelaje y la parte inferior de su pata ya están teñidas
del trágico final. Sobre el caballo, un hombre. La vestimenta y la situación lo
hacían indudablemente un prócer o algún hombre destacado en la historia. Una
capa roja contrastaba. No podía distinguir de quién se trataba, su rostro me
resultaba familiar. Evidentemente la muerte estaba próxima a él y, como en sus
momentos de gloria, él le daba la espalda intentando escaparse a ella en la
rapidez de su caballo. Sin embargo, el trágico final ya lo estaba apuntando.
Nada más vulgar, más trillado, más simple que esta situación. Tan mediocre como
mi esposa, tan evidente. ¿Para qué los grandes habían pensado en recursos
metafóricos, en ambigüedad de sentidos si, finalmente, hoy todos buscan lo
rápido y sencillo?¿Para qué ,si hoy se premia la practicidad , lo concreto, lo
útil, lo efímero?
Sin embargo ese maldito cuadro me revelaba.
Develaba mi poco conocimiento en materia histórica y esta es la razón por la
cual no creo poder definirme especialista en arte. Furia corre por mis venas al
ver cuadros como este, en el que sus pintores manchan el arte de historia; pero
esta situación se repite asiduamente porque aquellos maravillosos trabajadores
están contaminados con la vida cotidiana. Convierten lo imperfecto en arte.
Imagínense si dejarán volar sola a su imaginación sin ser condenada por los saberes, sólo
imagínense: podrían llegar a representar
la belleza. La historia es
demasiado humana, demasiado imperfecta y eso le
impide armonizar con el arte, inútil y bello. Así lo denominaba la
corriente de Oxford en épocas de la Reina Victoria. Todavía no he encontrado a
Dorian enmarcado.
Esto no es lo que me sorprende, naturalmente.
Me quedé frente a lo obra toda la tarde, mis ojos penetraron en la oscuridad
del negro y en el brillo del blanco, en la pasión del rojo y en la dejadez del
gris. A pesar de que la detestaba, no pude despegarme de ella. La observé
detenidamente. Poco a poco, imaginé aquellos pensamientos, los del instante
anterior a la muerte. El momento en que
tu corazón lo determina, en el que tu cerebro lo corrobora, lo acepta, lo
confirma. Imaginé los sentimientos, y de pronto me encontré en aquella escena y
no en los pasillos del Louvre. Allí estaba, y la muerte tras mi espalda. Sabía
que todo era producto de mi creatividad.
Algo me distrajo, no fueron las palabras de
los turistas ni las explicaciones de los guías, fue mi propio cuerpo. Una sed
intensa, un fuerte calambre en la pierna izquierda. Estiré tratando de
disimular, no era un ambiente propicio y, si hay algo que realmente me perturba
son los gestos desapropiados. Logré calmarlo, pero el malestar continuaba. Esperé unos minutos, no
tenía la fuerza para levantarme. Me acerque al toilette con intención de
lavarme la cara, el calor podía ser la causa. Vómitos, vómitos.
Mi esposa
no se sorprendió de mi llegada, eso me resultó extraño suelo regresar al
anochecer y todavía el reloj no había dado las 15:00 horas. Me recosté en la
cama. Se acercó a preguntar si necesitaba algo, el orgullo es más fuerte
que yo
y respondí que no. Una expresión de tristeza cubría una leve sonrisa en
su rostro. Desde aquel día que los vómitos, la sed, los calambres se repiten
continuamente. Desórdenes gastrointestinales y neurológicos. Qué cosa más
espantosa. Los médicos no logran averiguar de qué enfermedad se trata,
certificaron cólera pero en esta época no es común. Sostengo que ellos nunca
podrán averiguar la verdad. No dude en buscar en mis libros de toxicología, de
joven me apasionaba la química y la medicina. Mi biblioteca, repleta de
enciclopedias que leía una y otra vez. El arsénico: su intoxicación tenía
algunas coincidencias con mis síntomas. Un semimetal utilizado frecuentemente
en la antigüedad para envenenar… pero ¿quién podría? Recuerdo una anécdota de
un general francés, muy importante del cual no puedo acordarme el nombre, a
quien habían envenenado con este elemento. Casi 100 años después surgió la
hipótesis.
Hay algo que vuelve a mis pensamientos desde
aquel día: el cuadro. Frente a cada uno de los síntomas la imagen se reproduce
en mi mente. Los sentimientos vuelven, las ideas de los últimos minutos, mi
desesperación... sin embargo, doy vuelta la espalda.
Final
feliz
Por
Laila Massaldi, 4° 10°
Estaba lavando ya el octavo y último plato
cuando escuché los pasos. Asomé la cabeza por la ventana y la vi venir,
directamente hacia la cabaña.
Sentí como el alivio y la felicidad inundaban
mi cuerpo. Incluso había llegado a pensar que no vendría nunca. ¡Hacía tanto
que la estaba esperando!
Guardé el plato en la alacena y me preparé
para recibirla. En medio de mi nerviosismo, me animé a asomar la cabeza una vez
más, para verla mejor. Tengo que admitir que mi madrastra estaba bien
disfrazada. Su cabello era ahora blanco, estaba vestida con ropas viejas y
mugrientas, y su postura inclinada y lentitud al andar denotaban una edad
avanzada que no tenía. Incluso se había preocupado por que los rasgos de su
cara, ahora arrugada y algo pálida, parecieran lo más dulces posible. Realmente
se veía como una anciana triste e inocente.
Pero entonces la vi pestañar, y lo vi. ¡Allí,
en sus ojos! Duró casi un instante, pero en efecto, ahí estaba: era aquel
brillo de maldad, maldad en su estado más puro, que apareció en su mirada azul
y gélida al mirar hacia mi hogar, y que tantas veces había tenido que soportar
mientras vivía en el castillo. Estoy segura de que, incluso en otras
circunstancias y sin saber que se trataba de ella, con ese solo destello de luz
hubiera adivinado su identidad.
Mientras yo hacía estas reflexiones, la
anciana había llegado hasta la casa y estaba tocando la puerta.
Antes de abrir, me miré al espejo y ensayé
una sonrisa inocente, propia de quien no sabe que su madrastra malvada ha
encontrado su escondite y planea matarla. Me salía a la perfección. Siempre me
habían dicho que, si no fuera princesa, tendría que dedicarme a la actuación.
Finalmente abrí la puerta y con toda dulzura
y cortesía le pregunté qué necesitaba. Ella me dijo que era una anciana pobre y
viuda, que había tenido una vida llena de desgracias y que su única felicidad
consistía en vender manzanas a las jovencitas. “Especialmente a muchachas
bonitas, como tú”, agregó con un guiño de complicidad.
Todo mentira, por supuesto. A mí me dieron
ganas de reír. “Si supiera que lo sé todo…”, pensé divertida.
“Pero como tú pareces ser una niña
especialmente generosa”, prosiguió, “te regalaré una manzana”. Yo la miré
fijamente. Ella también era una excelente actriz.
Entonces abrió un saco que llevaba con ella y
sacó la manzana, perfecta, roja y deslumbrante. Pero a mí no me atraía por su
aspecto maravilloso, sino porque sabía lo que ella significaba, y lo que
pasaría después de que la mordiera. Sabía que iba a caer inconsciente y que así
me encontrarían los enanos, en un limbo entre la vida y la muerte. Ellos
llorarían por mí y probablemente permanecería en ese estado dos o tres días, los
suficientes hasta que ellos construyeran un lugar de vidrio, donde velarme en
algún claro del bosque.
Y en ese momento ocurrirá. Primero se bajará
del caballo. Luego se acercará lentamente. Entonces me mirará a los ojos… ¡Ay,
por fin! ¡Mi príncipe!
Desde siempre lo había imaginado, ya que por
supuesto aún no lo conocía. Pero en sueños veía su capa, sus botas, su rostro
apuesto y su mirada profunda… Él vendría para salvarme del hechizo, y luego me
subiría a su caballo y cabalgaríamos juntos hacia el castillo, donde nos
casaríamos.
Y es que es así. Desde su nacimiento, cada
princesa está destinada a una historia de amor maravillosa, a que el príncipe
de sus sueños se presente en el momento oportuno para salvarla de algún
terrible peligro, y a enamorarse de él, casarse y vivir felices por siempre.
Cada princesa sabe esto, y sabe también que cuando algo malo le va a suceder,
allí estará su príncipe, para rescatarla. Por eso yo me escondí en la casa de
los enanos, sabiendo que mi madrastra me iba a encontrar, y no es muy difícil
de suponer que, siendo una bruja malvada, utilice una manzana envenenada para
librarse de mí. Pero también sabía que, cuando llegue el momento, allí entrará
en acción mi príncipe, quien al verme me besará y despertará, como en un cuento
de hadas. Y el momento estaba tan cerca. Iba a conocer a mi alma gemela, a
quien amaría desde lo más profundo de mi corazón y con quien compartiría el
resto de mis días. Era probablemente el hecho más importante de mi vida entera.
Finalmente tomé la manzana entre mis manos.
Me costaba disimular mi emoción. Lentamente la giré, la acaricié, la sentí. Por
fin la acerqué a mis labios. Y antes de dar el mordisco fatal miré a la bruja.
Concentrada en mis acciones había descuidado su actuación, sus manos se unían en
malvada ambición y una expresión terrible inundaba su rostro. No pude reprimir
una sonrisa de satisfacción. Al fin y al cabo, yo sí era mejor actriz que ella.
Y entonces mordí la manzana.
Al principio todo estaba oscuro. Sentía sus
labios húmedos apoyados suavemente sobre los míos, su respiración lenta y
pausada, su cuerpo inclinado sobre mí. Cuando nuestros labios se separaron,
abrí los ojos y me incorporé.
Él estaba a mi lado, sonriente, mejor aún de
lo que había imaginado. Con caballerosidad me ayudó a pararme, tomó mis manos y
me miró a los ojos.
Y entonces lo sentí. Con delicadeza aparté
las manos. No se necesitaron palabras. Él lo entendió a la perfección.
Nos despedimos con una mirada. Mientras
caminaba hacia el bosque, lo vi subirse a su caballo e irse para siempre, tal
vez en busca de otra princesa. Estaba segura. Él no era el indicado. Pero
pronto lo encontraría. Y en busca de mi verdadero príncipe me interné entre los
árboles.
Diana
Por
Eduardo Santos
La penumbra del bar no me molestaba, y creo
que el ambiente neblinoso por el humo del tabaco y el tango viejo y gastado, al
igual que la voz del hombre que cantaba, eran un fiel reflejo de mi corazón.
Había llegado hasta allí caminando por la ciudad sin rumbo, y con la única
intención de alejarme de mi casa y de lo que ella significaba, o, mejor dicho,
de lo había significado cuando Amalia vivía allí conmigo, cuando éramos
eternos, cuando nos quisimos en medio de un mundo que se venía abajo y no nos
importaba.
Tal vez por querer escapar de todo aquello
recorrí barrios y zonas extrañas para mí, y cuando la noche se hizo más
profunda y más fría decidí refugiarme en la primera puerta que se me abriera.
El sonido de la música me guió hasta el bar “París”, cuyo nombre no hacía otra
cosa que jugarle una broma de mal gusto a quien alguna vez había recorrido las
calles y los salones de la ciudad europea, y en mi caso me remitió al recuerdo
persistente y triste del amor perdido. Un tanto desorientado, me acerqué a una
mesa apartada, sintiendo el calor pesado del lugar y deseando formar parte de
ese conglomerado de seres nocturnos para los que el tiempo no existía entre la
bruma, las copas, las caricias frías y el encierro sombrío producido por la
falta de ventanas.
Por un momento esperé que algún empleado se
acercara y me ofreciera un trago, pero luego me percaté de que no había
ninguno. Todos los clientes confluían en la barra de madera oscura y mármol
gastado, de donde provenían las bebidas y donde un sujeto barbudo, vestido con
ropas de otra época manchadas de alcohol y de tiempo atendía a los visitantes.
Me levanté y mientras caminaba lentamente
hacia el centro del bar, observé las demás mesas, y a los hombres y mujeres que
las ocupaban y disfrutaban de licores misteriosos y se entregaban al amor
casual y furioso con total libertad y pasión, sabiéndose anónimos y disfrazados
por la madrugada y el humo.
A medida que me acercaba a la barra, la
neblina se disipaba, como dándome la bienvenida, y cuando al fin pude ver al
hombre que atendía los pedidos, me di cuenta de que era un anciano viejísimo, y
que su barba y sus ojos eran tan grises y antiguos como el mármol sobre el que
entregaba los tragos. Una joroba le deformaba la espalda, y sus ropas habían
sido utilizadas en el siglo pasado. Sin saber muy bien cómo dirigirme a un
empleado tan extravagante, pensé en pedirle un whisky clásico, y como si
hubiera escuchado mis reflexiones, me lo entregó antes de que se lo ordenara.
Mi asombro era tan grande que, apenas alcancé a agradecerle, él ya estaba
atendiendo a otros clientes, que tampoco le dirigían la palabra, y se limitaban
a esperar que les entregaran las bebidas que deseaban.
Mientras regresaba a mi mesa, el cantante de
tango interpretaba desde algún lejano confín del lugar, una pieza olvidada y
triste.
si él
no la vio,
ya no la verá,
si él
no le habló,
ya no
le hablará,
la pena
del amor,
es
siempre olvidar…
Bajo la iluminación mortecina, que invadía el
bar con una luz cruel, me abrí paso en la bruma pensando que esos versos
estaban dirigidos a mí, que mi llegada al “París” no había sido producto del
azar, y cuando pude vislumbrar mi mesa, observé que la silla en la que me había
sentado a esperar a un empleado que nunca vendría, estaba ahora ocupada por una
mujer joven.
Tenía una belleza casi inhumana, que me
remitió a la mitología antigua, donde existían seres cuya hermosura le era
inalcanzable a los mortales. Y sin embargo, estaba sentada en el sitio que yo
había elegido, como esperando a que regresara. Sus cabellos rubios brillaban, y
sus ojos azules y melancólicos me observaban como esperando una respuesta a una
pregunta que nunca había formulado. Me senté a su lado, en una silla que ella
había aproximado, anticipando mi retorno.
Le observé la cara, sus facciones perfectas,
su piel blanca y resplandeciente, su pelo de oro, sus labios pequeños y
gentiles, sus ojos profundos, inteligentes y expectantes, pero también
enormemente tristes. Creo que le pregunté quién era, le dije mi nombre y cuando
le ofrecí ir a buscarle algo para tomar me habló por primera vez.
Su voz tenía una musicalidad desteñida por el
alcohol, pero aún en ese estado de depresión y pena, había en su entonación un
dejo de felicidad. “Soy Diana” me dijo, y sus ojos se encendieron.
La música se fue alejando, como si lentamente
nos estuviéramos desprendiendo del bar, y el humo y los sonidos se disiparon
entre nosotros. Las marcas lacerantes en su mirada y sus gestos del amor me
hicieron acordar a las mías, ambos sabíamos que nuestro dolor era el mismo.
Pensé, con rabia, quién podía haber herido a una mujer así, qué ser
despreciable la había hecho sufrir, y quise ayudarla.
Ella me miraba con intriga, y le pregunté
quién la había engañado. Pareció sorprendida por mi pregunta, y su boca esbozó
una leve, casi imperceptible sonrisa de calma. “Sabía que eras vos, Julián”, me
respondió. “Sabía que me podías entender”. Tomé un sorbo de whisky, y nos
miramos un rato largo, que pudieron ser horas, días, años, y sin embargo el
tiempo no nos importaba, no existía para nosotros.
Nadie
pude esconderse
nadie
puede escapar
el
mundo es una ilusión
un
lento transitar…
¿Por qué me esperaste? ¿Por qué me elegiste a
mí? Le pregunté, luego de mirarnos, y sentirnos, mientras nuestros dolores se
extinguían. Me respondió suavemente, con un beso delicado y un susurro al oído:
“En la vida nadie elige a nadie, el azar y el instinto nos hacen, el resto son
mentiras”.
El silencio nos cubrió nuevamente, pero
nuestras miradas y nuestros pensamientos se encontraban a cada instante, con
una intensidad intacta a pesar del cansancio. Ya no recordaba por qué estaba
allí, qué era ese lugar, y tampoco me importaba. Diana era el mundo y mientras
estuviera a mi lado mi vida transcurriría en un presente utópico entre la
neblina, la madera oscura y la noche y los días. Creo que hubo un momento en el
que ella se apoyó sobre mí y durmió y fue mía completamente y pude sentir su
respiración lenta y suave, tranquila, y sólo entonces sentí que estaba agotado.
Con ella entre mis brazos me entregué a la inconsciencia, y tuve un sueño
profundo, que duró hasta que la luz de la tarde se filtró por alguna abertura
del techo o las puertas y mis ojos pudieron ver con mayor claridad los tapices
derruidos, las mesas sucias y el piso inundado de vidrios rotos y bebidas
derramadas. Sentí con una indescriptible sensación de vértigo la ausencia de
otro cuerpo sobre el mío, y rápidamente se lo atribuí al resultado de un sueño,
una pesadilla producida por la resaca.
Salí del “París” con un profundo dolor de
cabeza y la luz del sol me encegueció por unos instantes. No recordaba
demasiado los hechos y circunstancias que me habían llevado hasta ese lugar, y
mientras me alejaba hacia mi casa intentaba recordar aquel sueño tan real que
había vivido y que me traía a la mente la imagen difusa de una mujer cuyos
rasgos no lograba descifrar, pero que se llamaba Diana, y con la que había sido
feliz.
CATEGORÍA A – POESÍA
GANADOR
Réquiem a la Nada
Por Mara Palazzo, 4° 3°
Si nunca escuché nuestra
música fue porque lo único que pudimos crear fue silencio. Para nosotros no
hubo orquesta, ni violines incansables ni vientos amortiguadores. Durante mucho
tiempo pensé que más allá de nuestro desconocernos había un montón de
instrumentos esperando sonar, queriendo empezar largos compases de sonidos que se
aman.
No sé si te conozco o no,
quizás sea por eso que el silencio sigue zumbando en mi oreja, recordándome que
lo que nunca existió agoniza en una esquina. De a poco el eco de la voz que
había censurado crece y me dice que los dos lo sabíamos, íbamos a terminar en
el mismo lugar en el que habíamos tratado de empezar. Pero eso es mentira, hoy
estamos mucho peor, sin hablarnos y con ganas de llorar.
Se me terminan las notas, la
esperanza y las ideas, y un réquiem sin sentido suena afuera, esperando que salga
a invadirlo.
¿Quién de los dos va a ser
el primero en dejar el silencio que hicimos juntos?
MENCIONES ESPECIALES
Condicional simple
Por Mara Palazzo, 4° 3°
Si me parara en el ojo de la tormenta y
lo viera todo, ¿tendría miedo?
Si conociera mi energía destructiva,
¿querría ir a ella?
Si me prometieran rayos, truenos y
vendavales, ¿me quedaría a ver?
Si me dijeran que todo va a pasar y que
cierre los ojos, ¿lo haría?
Si me destruyeran placenteramente, ¿me
molestaría?
Si me esculpieran y me pusieran en la
punta de la torre más alta, ¿me gustaría ser vista?
Si me culparan de todo y me obligaran a
cargar con la culpa, ¿lo soportaría?
Si se rieran de mí a mis espaldas, ¿me
daría cuenta?
Si me prometieran que la ola no va a
romper en mi cabeza, ¿debería creerles?
Si me aseguraran que el sol no va a
rajar mi piel, ¿debería confiar?
Si me miraran a los ojos por el resto de
mi vida, ¿querría quedar ciega?
Si me regalaran un paraíso, ¿lo
desperdiciaría?
Si me obligaran a no soltarme por nada
del mundo, ¿preguntaría “a qué”?
Si trataran de romper mis huesos para
quedarse con mi esencia, ¿opondría resistencia?
Si quisieran enseñarme que el presente
está perdido y que el futuro no existe, ¿aceptaría sin tratar de decirles que
no es así?
Si me quisieran convencer de no volver a
hablar, ¿me dejaría persuadir?
Si me dejaran sola sobre la cuerda
floja, ¿trataría de sobrevivir?
Si se quedaran con todo lo que es mío,
¿les pediría que a cambio me dieran lo que siento que me falta?
Si me abrazaran, ¿me volvería suave?
Si me arrullaran, ¿dormiría bien?
Si me suplicaran, ¿tendría piedad?
¿Y si lo hicieras vos?
Máscaras
Por Daniel Rosemberg, 4° 15°
soy mil máscaras
que no ocultan
ningún rostro debajo
CATEGORÍA B – CUENTO
GANADORES
Los
besos
Por Tomás Capella, 5° 11° 2012
"Cualquiera
que despierto se comportase
como lo hiciera en sueños sería tomado por loco."
como lo hiciera en sueños sería tomado por loco."
-Sigmund Freud
Lo suyo era besarse. Por las tardes, cuando
el sol incendiaba el contorno de sus sombras, recortadas como agujeros en papel
muy blanco, por las mañanas cuando el aire aun tenia gusto a mojado y a frío,
durante los bulliciosos mediodías y al amparo de la noche, oscura celestina. De
pie, sentados, acostados, a noventa grados, a ciento ochenta, en la ducha, en
la cama, en las hamacas, en el pasto, en el ajedrez de las baldosas del patio,
bajo los árboles, en el subte, en el café, en las alcobas de sus padres, en las
aulas vacías, en los rincones concertados por el azar, allí donde les cayera la
necesidad, ellos dirían la musa, del beso.
A veces, con un mero fin multiplicativo, se besaban frente a los
espejos, frente a los estanques. A veces, con tal de perpetuar la inmortalidad
de su acto, frente a los extraños, a los historiadores, aunque esto último era
más bien raro, uno de los caprichos de ella, pues en general hacían vela de su
intimidad como si de un templo se tratara, uno consagrado a ambos, donde podían
siempre perpetrar su oscuro ritual, que siempre tenía algo de gusanos excavando
la fértil tierra, algo de agua erosionando caliza, algo de gaviota pescando
cayendo en picada hacia el mar; y algo de rosas floreciendo, de girasoles
danzando lentamente al ritmo de los soles de sus cabezas, algo de narcisos
brotando de la inmolación mutua y especular de sus reflejos uno sobre el otro,
y algo de llovizna suave y fresca una tarde de verano. Sus besos eran como el
mar. Sus besos eran un incendio en la Toscana. Eran un mate amargo que jamás se
lavaba, un día de hace muchos años que jamás envejece y se embellece en el
recuerdo, pero que además jamás termina de terminarse.
Era empezar a comerse la boca, primero como
saboreándola, como acariciándola gustativamente, mapeando las superficies,
tanteando profundidades, rugosidades, aromas, croquis minucioso de cada
pliegue, cada fisura, cada recoveco por el cual presionar y evadirse y colarse
y meterse. De a poco, como quien no quiere la cosa –pero se está muriendo- ir
amagando compases, jugando con los ritmos y rimando a jugarse, ladearse,
praxitelear los labios, esquivar, histeriquear, falta envido, quiero truco,
retruco, veintiuno, blackjack. Y de a poco como caerse, como trastabillar,
inclinarse más hacia adelante y ajustar las tuercas, apretar las cosas y
dejarse de rechinar, todo mullido y suave, como dos almohadas tratando de
ahogarse (no lo saben: de fundirse). Y como ariete golpear contra las puertas,
y al caer es un duelo encarnizado, a
muerte, que nadie ceda terreno, al abordaje. Y después desquite, sin
miramientos, a diente limpio, deshaciendo ese pequeño mundo como una playa a la
ola, como una caverna marina o simplemente todo, todo, altar de la humedad
donde sacrificar los labios como ofrenda para entrar. Como una riña de moluscos
borrachos. Disolviéndose, precipitándose como sal en un vaso de agua, y solo
importan esos espejos táctiles frente a frente, duelo intimo, respiración
compartida, esa atmósfera de sueño interior, ese jardincito del edén. Y
desmigajarse, poco a poco, desparramando todo, enchastrando todo y
desgajándose, naranjas violadas, cortando esas suavidades con los dientes, pelando
la cascara de a mordiscos, llenándose los labios de jugo…Tenían un virtuosismo
de concertistas y una locura de kamikazes. La técnica solo era superada por la
pasión, y uno nunca podía decir si estaban murmurándose sonetos o tratando de
arrancarse las muelas.
Había,
claro, diferencias. Se podía notar como él aspiraba a construir castillos con
cada beso, castillos en los besos con torres y muros y fosos y doncellas y
establos y catedrales abovedadas y agujas que le hicieran cosquillas a Dios.
Quería replantear la narrativa en cada cambio de ritmo, y sembraba utopías y
manifiestos en cada soplo de aire caliente que se escapaba de sus bocas. Era un
idealista. Cada tanto olvidaba quien era quien y que estaba haciendo y ella
tenía que pasar sus manos por detrás de su cuello, aferrarse a su nuca y
recordarle que se estaban besando en un banco de plaza en el mundo, y no en un
libro o una idea, siempre encontrando la manera suave y armoniosa de devolverle
el ritmo, que recordase respirar pero no bruscamente, sino como el abrir de una
ventana. Cuando él olvidaba su bufanda, los brazos de ella se cerraban sobre él
para abrigarlo, cuando se resfriaba, siempre pañuelos en su cartera. Siempre
peinándolo y limpiándolo como a un niño, y él se quejaba, pero se dejaba hacer
con una resignada ternura. Así besaba él, abriendo la boca un poco de más y
dictando ritmos que dos caricias después olvidaba persiguiendo otra quimera en
los labios de ella. Eso sí, siempre una poesía y una locura para morirse, que
hubieran derretido a la estrella más lejana.
Ella, eterno guardarropa ordenado por marca y
color de ropa y zapatos, vestidos por estación y pañuelos para cada ocasión.
Creaba escalas con besos de distintos tonos, o trataba de ordenarlos según su
métrica. Y así se divertía juntando todos todos los besos y ordenándolos,
clasificándolos, poniendo a los chiquitos en un grupito, a los rápidos en fila
india hasta los más lentos, los callados separados de los gimientes, con un
riguroso sistema de puntuación que valía lo mismo que la noche sin estrellas
pues al fin y al cabo habría dado la vida por el mas olvidable de todos ellos,
pues solamente con él podía dejarse mojar por el mar. Pues solamente con él
podía conocer el sabor del azul del cielo, solamente con él podía llenar sus
pulmones, solamente a través de sus besos podía conocer lo que era boca, lo que
era calor, lo que era ser. Solamente con él podía imbuir su vida de eso que
llaman realidad y acariciar la sensación,
como pétalos de rosa acariciados por los dedos de un niño en un verano sin
nombre.
Él siempre salía del trabajo a las cinco, con
una regularidad incoherente en una ciudad con un sentido tiempo siempre
adolescente, bullicioso, inestable, histérico, y de ahí caminaba desde las
cinco hasta llegar a las cinco y diez más o menos para cuando la oficina se
convertía en plaza y en ella. En las cinco y diez, a la plaza, con ella, y
hasta había vecinos que ponían en hora sus relojes a partir del primer beso de
su día (para él, sus días comenzaban a partir de ese beso de todas las tardes).
Era un calendario amoroso tan perfecto que hasta los planetas estaban de
acuerdo en girar en torno a ellos – o eso sabían, aunque nunca se molestaron en
preguntarles-. Todo giraba perfectamente
en torno a ellos, a todo el aire que era ellos, a todo ellos que eran en un
beso hasta que se cansaban de ser, y la oficina y la casa y los sueños y las
familias y todo lo demás los encontraba demasiado agotados o abstraídos y
parecía pasar como lluvia a través de un arcoíris, o los borrachos delante de
la sombra de los gatos. Era raro como se podían absorber en su asunto hasta no
ser más que dos bocas y la sensación de un algo que llena un todo.
Fue por eso que cuando a él le asaltó la Duda
dejó de comer, dormir y trabajar por semanas, perdió su cabello y el color en
sus ojos, empezó a mascar lentamente una pasta áspera y salada de escepticismo,
a mirar hacia todos lados con más de dos ojos, a gritarle a su gato (aunque él
no recordase tener un gato) y pegarle a su almohada, perdió ese crucigrama que llaman
calma, adquirió un liquido como vino picado en las venas y una vez incluso
llegó a tener una discusión con un parquímetro.
Primero empezó como un ligero dolor en las
articulaciones, un desviarse de los ojos a un costado, una inquietud en la
nuca, un olor a equívoco, un estornudo recurrente, la sensación de que los
espejos no estaban correctamente configurados…
la sensación de no saber cómo había llegado a un lugar era recurrente.
Pero estos solo eran los síntomas, pues la Duda era una enfermedad metafísica
que se empieza a manifestar lentamente hasta que alcanza el núcleo de lo más
preciado. A esas alturas aun es evitable, con un té caliente cada noche o un
retiro al campo. Según algunas corrientes, con escribir poesía basta (aunque
según otras puede agravarlo). Pero no.
Pero no no no. En vez de tomar medidas
prefirió ignorarlo y hacerlo a un lado mientras seguía disfrutando de sus
castillos y sus ideas y su mundo de mieles perfectas e inmaculadas, y
entretanto la Duda crecía y se anidaba en sus huesos, como nudos en un tronco o
polillas entre abrigos de piel, y crecía y extendía sus patas de araña y sus
ciempiés y sus filiales multinacionales en todo su cuerpo, hasta que terminó
por llegar a la cabeza, y fue ahí cuando se puso feo.
Claro, hasta entonces él no sabía de que
dudaba (ni siquiera sabía que dudaba), lo cual hizo que una vez que la Duda
llegase a su destino fulgurante como un rayo, como la luz repentina que ilumina
algo horrible en la oscuridad, fuese verdaderamente como un despertar a un infierno
para él. El beso, era el beso, era la boca de Eva mordiendo la manzana, eran
las manos de Prometeo ardiendo por el fuego, era el error supremo de la
humanidad repetido una vez más hasta el infinito en un beso, en el beso, en su beso ¿ Cómo podía dudar de lo único real, del fundamento de todo
su ser, y por ende de las mañanas claras y el mate y el sabor de la manteca de
cacao y del color verde y de la batalla de Chacabuco y de la posición de
Independiente en la tabla y de tantas cosas sin importancia cuyo mero ser
estaba garantizado por la clave, el pilar de sus besos a todas horas en todos
momentos en todos lugares siempre? ¿Cómo podía algo así ser? ¿Qué dios, si lo
había, podría permitir tal cosa? Y si dudaba de los besos ¿Cómo podría no dudar
de ella? ¿Cómo podría no dudar de si?
Salió a la terraza esperando que el aire frío
de la noche lo calmara con sus caricias, pero encontró estas más bien como
bofetadas impertinentes, y el silbido del viento como burlas innobles. Claro
que hacia treinta grados como en cualquier noche de enero, pero el sudor frío
de su locura teñía todo de un azul oscuro y frío. La realidad temblaba un poco,
por el frío o por el miedo, quien sabe.
Unos ángeles reñían, borrachos, con unos sátiros en la esquina. La plata
manaba tranquila desde las dos lunas cayendo como llovizna sobre la terraza y
él tenía la mirada fija, la cabeza fija, los labios fijos, todo fijado a un
mundo tambaleante en sus últimos giros como los trompos a punto de caer.
Escuchó la puerta de la escalera, y supo que con ese ruido vendría ella, y que
con ella vendría la mañana de esa noche de pesadilla, cruel transmutación de la
miel en la hiel. Los violines, donde fuese que estuviesen tocando, desafinaban
pizzicatos como metralla de perdigones y otros cántaros sangrantes. La
atmósfera cruel los envolvía con un aire de almeja glacial, de telón de plomo
cayendo, de erupción volcánica. Ella dijo un par de cosas ininteligibles, pero
sus palabras parecían signos sin sentido que flotaban en el aire como nenúfares
idiotas, y realmente su boca no se movía. Él pudo entender que era momento de
jugar su última carta, y sin más preámbulo que la eternidad en un segundo de
duda, la tomó por la cintura y la atrajo hacia si como un terremoto, y en un
tiempo cristalizado la besó por primera y última vez, por todas las veces
juntas, y por las que faltaban por venir.
Y ahí estaba lo que buscaba, lo que temía. La
felicidad total, y en esa felicidad, la refutación misma, el dolor mismo. Una
veda, un velo que no estaba. La sensación asquerosa de saber donde se está, el
espanto ante la maravilla. Una felicidad sin gusto a humano, o precisamente con
un gusto a humano demasiado familiar, demasiado uniforme y homogéneo, demasiado
ideal, demasiado parecido a sus castillos, a sus utopías.
Disfrutó durante unos instantes más de esa
dulzura de horror, como despidiéndose, y luego sus bocas se separaron y él la
alejó de sí y vio como las líneas de fuga empezaron a tragarla hacia un
horizonte vertiginoso, deshaciéndola como migas de pan o acuarelas en agua, y
con ella se sublimaba su amor por ella, hasta que todo dio un giro y se acabó,
excepto por él flotando un momento
bostezante en el medio de la negrura, y entonces cada beso se deshizo en su
memoria como niebla en el rocío. Y algo de ese rocío quedaba sobre su pecho y
sus labios cuando él abrió los ojos y se encontró con una mañana de invierno.
Libros
de ayer
Por
Kaila Yankelevich, 5° 7°
La librería es pequeña y suele pasar
desapercibida. Si uno mira con atención, y si es de la clase de persona a la
que atraen los detalles absurdos, quizás puede que la vea, agazapada entre
otras casas y el humo de la avenida, exhibiendo como un grito silencioso un
cartel fileteado que dice “Libros de Ayer”. Uno pensaría, obviamente, que el
local comercia con libros usados o antiguos.
Otra característica del lugar que llama la atención es el hecho de que lo encontramos siempre cerrado. Sin importar el día o la hora, el mes o demás variables temporales, las persianas de hierro verde ocultan la boca de las puertas como un bostezo mal tapado. Y si uno quiere un libro debe buscar otra librería.
Así fue hasta este lunes, al menos, cuando leí por primera vez el cartel de la forma correspondiente. “Libros de Ayer”, más que una ridícula metáfora, es un manual público de uso. No es sobre la mercadería, sino sobre la forma de acceder a ella.
El punto es, y aquí se me escapa una sonrisa al recordar qué poco entendimiento tuve las primeras veces que quise entrar al lugar, que la librería en cuestión no está abierta hoy. Nunca. De ningún modo. Pues de hecho, los libros son “Libros de Ayer”, y nunca “Libros de Hoy”. Son libros que pertenecen al pasado y no al presente. La librería está abierta, sí, pero es ayer cuando está abierta.
Puede sonar un tanto confuso, pero no lo es. Una vez que comprendí la vuelta de la cuestión, me fue fácil ir ayer hasta la puerta, ahora generosamente iluminada por una lamparita acumuladora de polillas, empujar el amable vidrio y pasar. Es como estar en un sueño: la calle es la misma, pero más oscura y vacía. No hay cielo y el viento arremolina borrosamente algunos papeles aquí y allá. Las vidrieras son brillantes pero se ven desfiguradas, como aparecidas tras un velo de lágrimas.
Los personajes que frecuentan ayer son más increíbles y oníricos aún que el ayer mismo. Pero no voy a hablar de ellos ahora, sobre todo teniendo la hermosa extensión de la pequeña librería ante mí.
El interior es de madera, repleto de estantes rebosantes de libros, todos ellos antiguos pero en buen estado. El aroma a tinta emana de cada rincón, se confunde con la luz amarillenta de las lámparas que cuelgan del techo. Hay unas mesadas con rebajas y un sillón verde para leer. Al fondo, tras el escritorio, se sienta el dueño, un viejo con barba blanca, boina marrón y anteojos redondos que se la pasa haciendo cuentas en un libro gordo. Ya me saluda como si fuéramos viejos amigos. Y quizás lo somos.
El primer día no me llevé nada. Temí haberme olvidado la billetera y para cuando me atreví a chequear, ya era hoy y me encontraba en la calle, iluminada por la torpe luz de la mañana, fría y poblada por transeúntes y automóviles agresivos.
La segunda vez que fui –aunque puede que sea la anteúltima- elegí un libro rojo y corto, una novelita, y aunque más tarde no pude recordar el autor sí recordé que me gustó mucho.
De ahí en adelante, todo es llegar, leer e irse. El ayer me recibe con los brazos abiertos, y cada vez me cuesta más volver al presente. Quizás un día decida quedarme ahí, y convertirme en uno más de aquellos extraños personajes que pueblan las cosas que ya pasaron.
Otra característica del lugar que llama la atención es el hecho de que lo encontramos siempre cerrado. Sin importar el día o la hora, el mes o demás variables temporales, las persianas de hierro verde ocultan la boca de las puertas como un bostezo mal tapado. Y si uno quiere un libro debe buscar otra librería.
Así fue hasta este lunes, al menos, cuando leí por primera vez el cartel de la forma correspondiente. “Libros de Ayer”, más que una ridícula metáfora, es un manual público de uso. No es sobre la mercadería, sino sobre la forma de acceder a ella.
El punto es, y aquí se me escapa una sonrisa al recordar qué poco entendimiento tuve las primeras veces que quise entrar al lugar, que la librería en cuestión no está abierta hoy. Nunca. De ningún modo. Pues de hecho, los libros son “Libros de Ayer”, y nunca “Libros de Hoy”. Son libros que pertenecen al pasado y no al presente. La librería está abierta, sí, pero es ayer cuando está abierta.
Puede sonar un tanto confuso, pero no lo es. Una vez que comprendí la vuelta de la cuestión, me fue fácil ir ayer hasta la puerta, ahora generosamente iluminada por una lamparita acumuladora de polillas, empujar el amable vidrio y pasar. Es como estar en un sueño: la calle es la misma, pero más oscura y vacía. No hay cielo y el viento arremolina borrosamente algunos papeles aquí y allá. Las vidrieras son brillantes pero se ven desfiguradas, como aparecidas tras un velo de lágrimas.
Los personajes que frecuentan ayer son más increíbles y oníricos aún que el ayer mismo. Pero no voy a hablar de ellos ahora, sobre todo teniendo la hermosa extensión de la pequeña librería ante mí.
El interior es de madera, repleto de estantes rebosantes de libros, todos ellos antiguos pero en buen estado. El aroma a tinta emana de cada rincón, se confunde con la luz amarillenta de las lámparas que cuelgan del techo. Hay unas mesadas con rebajas y un sillón verde para leer. Al fondo, tras el escritorio, se sienta el dueño, un viejo con barba blanca, boina marrón y anteojos redondos que se la pasa haciendo cuentas en un libro gordo. Ya me saluda como si fuéramos viejos amigos. Y quizás lo somos.
El primer día no me llevé nada. Temí haberme olvidado la billetera y para cuando me atreví a chequear, ya era hoy y me encontraba en la calle, iluminada por la torpe luz de la mañana, fría y poblada por transeúntes y automóviles agresivos.
La segunda vez que fui –aunque puede que sea la anteúltima- elegí un libro rojo y corto, una novelita, y aunque más tarde no pude recordar el autor sí recordé que me gustó mucho.
De ahí en adelante, todo es llegar, leer e irse. El ayer me recibe con los brazos abiertos, y cada vez me cuesta más volver al presente. Quizás un día decida quedarme ahí, y convertirme en uno más de aquellos extraños personajes que pueblan las cosas que ya pasaron.
MENCIONES ESPECIALES
Karuna
Por
Federico González, 5° 1° 2012
Los que caminaban por Avenida Paseo Colón
observaron estupefactos la transformación. Testigos de lo imposible, sus caras
estaban congeladas en el tiempo; los ojos de todos formaban un círculo
alrededor del joven, parecían muertos en su rostro. Más gente se sumaba al
círculo, en silencio. Alguien había
llamado a la policía: una sirena lejana y una ambulancia se acercaban. Sobre el
suelo yacía convulsionando. El cambio había sido simultáneo en todo su cuerpo.
De su mano cayó una libretita, con algunas líneas escritas en una letra casi
ilegible; la última frase tenía pocas palabras y ni siquiera se alcanzaba a
leer la última porque las letras se deformaban cayendo debajo del reglón hasta
transformarse, prácticamente, en garabatos.
Nadie
se percató de la libreta en el suelo.
Recuperó el conocimiento y se percató de que
estaba en una ambulancia. La camilla
vibraba con la regulación del motor y el paramédico la sostenía fuerte
mientras hablaba con el conductor. Súbitamente, se incorporó y, quitándose el
suero y las vendas de la cabeza, saltó de la camilla. El médico no atinó a reaccionar y el muchacho abrió el
portón, observó la avenida un instante y se arrojó hacia el cordón de la
vereda. Tres bocinas frenéticas se escucharon al unísono. Rodó unos metros
hasta golpear contra el cordón. Se lastimó la pierna derecha al caer con todo
el peso de su cuerpo sobre ella. Aún así, sangrando, se levantó y comenzó a
correr, sin destino; a cualquier lado. El sudor impregnaba su cuerpo. Pronto se
convirtió en una sustancia viscosa y caliente que le recorría su piel, la ropa
rota y las heridas abiertas.
La ambulancia se había detenido y los médicos
se habían bajado para buscarlo. Escuchó un auto de policía acercarse y huyó al
Parque Lezama. El sol potente de octubre se elevaba altísimo y lo iluminaba por
completo. Subió hasta la parte más alta y trepó a un árbol. Allí, esperó dos
horas, mudo, observando a las personas que pasaban cada tanto. Los policías no
lo encontraron. La espera lo alivió (aún sin haberse percatado de lo que le
había ocurrido). El shock duró al
menos una hora más hasta que logro tranquilizarse. Incluso pensó en bajar y
buscar a la policía: les diría que se había asustado mucho y que por eso se
había arrojado de la ambulancia. Cuando se disponía a bajar, rozó su nariz con
las hojas de las ramas y estornudó. Al rascarse, noto algo diferente; algo
grotesco en su cara. Pensó en la caída, en las vendas, en la ambulancia- y ¿Por qué la ambulancia?- pero no sentía
dolor, ni tenía sangre en sus manos. Era algo en la forma de su nariz. Pero
también en la de sus ojos; la de sus cejas; la de su frente; la de su boca. No
fue hasta ese momento que notó el cambio en todo su cuerpo. Todo. Desde sus
pies hasta su pecho. El miedo frente a lo que veía, a través de las ropas
sucias y rotas, lo desconcertó, lo espantó. Perdió el equilibrio y cayó del
árbol. Corrió, con la pierna otra vez golpeada en el mismo lugar, hasta la
calle Defensa. La gente que lo veía pasar se llevaba las manos a la boca,
mientras se detenía sorprendida y murmuraba por lo bajo.
Intentó buscar ayuda; ni personas ni policías
ni ambulancias que lo socorriesen. Las personas ni siquiera se acercaban. Hasta
los perros corrían asustados. Quizás alguien en algún hospital. El Hospital
Argerich podría ser, solo unas cuadras más hacia el sur por Defensa hasta
llegar a la Avenida Martín García y luego dos calles más por la Avenida
Almirante Brown.
En la Avenida Caseros había una vieja casa de
estilo Colonial abandonada; no había nadie caminando en esa cuadra y en la
puerta de entrada decidió parar. Estaba exhausto, agotado. Su mente no había
parado desde el momento en que recupero el conocimiento. Logró recordar, en ese
instante, que estaba yendo a su casa antes de despertar en la camilla, y que
mientras caminaba escribía algo en un anotador pequeño, de bolsillo. Pero en su
bolsillo no había nada. Tampoco recordaba lo que había escrito.
Dos personas caminaban por Caseros y casi
llegaban adonde se encontraba él por lo que se escondió rápidamente dentro de
la casa, rompiendo unos tablones que tapaban parte de la entrada. Caminó luego
frente al ex Museo de Ciencias Históricas y se detuvo antes de que terminara el
viejo paredón del edificio. Con cuidado caminó hasta Finochietto, para evitar
que lo vieran y se atemorizaran-y ¿Por
qué se atemorizan?-. Si la policía que lo había buscado lo encontraba así
no podría ni siquiera explicar lo que le había pasado – en el caso de llegar a
entender lo que le había ocurrido-.
En la esquina de Defensa y Finochietto
encontró unos cristales rotos
desparramados. Levantó un trozo y con su mano derecha lo cubrió
parcialmente para evitar el reflejo del sol: se vio por primera vez a sí mismo.
Casi se desmaya al observar su rostro. Dejó caer el cristal y este se astilló
en pedazos muchos más diminutos. Palpó toda su cara con sus manos que
temblaban. Quiso verse de nuevo y levantó otro trozo en sus manos: vio sus ojos
de un contorno redondeado y suave, recorrido por el sudor que bajaba por unos
pómulos pálidos y delicados, que contrastaban con una pequeña boca roja, con
labios finos y secos. ¡Su nariz! Pequeña y curvada. Su cara parecía irreal,
grotesca, como una careta. Sus pupilas dilatadas parecían a punto de estallar.
¿Dónde estaba aquella frente amplia y su nariz, la de siempre, grande y
aguileña? ¿Qué eran esos ojos redondeados y tan pequeños? ¿Sus ojos marrones de
siempre, saltones y grandes? ¿Su boca? ¡Esos labios finos, tan rosados! Acaso
alguien había coloreado, o mutilado sus labios pálidos y carnosos. Sus orejas
ya no estaban, parecían pequeñitas manos de bebé. Sus amplios pabellones
tampoco estaban. Ni siquiera su grueso pelo negro quedaba, en su lugar un fino
cabello castaño cubría su frente y llegaba casi hasta sus hombros. Palpó su
vientre, sus piernas, sus brazos y se quedó observándolos enmudecido. Las
líneas rectas de su cuerpo, las formas rectas y perfectas, habían desaparecido.
Curvas y contornos redondeados daban forma a su monstruosidad.
Sin
embargo, extrañamente, pensó en unas
fotos que había visto hace tiempo en el Museo de Arte Post- Contemporáneo. Eran
fotos de hombres y niños de principios
del siglo XXI paseando en parques, riendo y jugando con unos viejos juguetes
llamados barriletes, que dirigidos por un hilo planeaban en el cielo de verano.
Todo eso recordó mientras observaba su cuerpo. Se vio a sí mismo por un momento
como un personaje más de la imagen, que jugaba y reía. Un monstruo que jugaba y
reía.
Volvió a palpar su cara, grotesca y retorcida
en sus formas. ¿Esa suavidad, esas líneas en la piel? El sudor se contorsionaba
a medida que fluía por la cien, los
ojos, los pómulos, las comisuras; daba miles de vueltas antes de seguir su
camino de descenso. Las lágrimas de sus ojos comenzaron a brotar y ya no sabía que sensación guardaba en su
interior. Solo se vio invadido por desesperación y un vacío en el estómago y en
el pecho.
Otras imágenes se proyectaron frente a sus
ojos: recuerdos de su niñez, de la infancia de sus hermanos. Recuerdos de
juegos en la plaza y en su casa con un viejo muñeco de peluche que lo abrazaba,
le sonreía y se desplazaba hasta cualquier lugar, con finos y delicados
movimientos. Recordó cuando, por curiosidad y no tanta coincidencia quizás,
rompió el revestimiento de algodón artificial del muñeco. Deseaba ver aquello
que le permitía caminar. Allí descubrió el complejo sistema grisáceo y
luminoso, motorizado, robótico, del muñeco. Más allá de eso, el recuerdo más
intenso era el de su propia cara y su cuerpo, pequeños, inocentes, delicados,
teñidos de los colores rosados y las formas monstruosas de ahora. Al mismo
tiempo, revolvía su cabeza buscando imágenes de hacía unos meses, de hacía unas
semanas, de hacía un instante, que
reforzaban el horror de la figura actual. ¿Qué tenía que ver su niñez con esta
figura cruda y monstruosa? ¿Dónde estaba lo que era él?
El miedo que suele agigantarse en los
pensamientos, lo acorraló y sin otra escapatoria, se echó a correr hacia el sur
por Defensa hasta pasar el Parque Lezama. Sin prestar atención ni siquiera a la
gente que caminaba, se dirigió hasta Paseó Colón. Autos y colectivos fluían por
la Avenida como siempre. La gente caminaba como todos los días-aunque en
realidad corrían, pero siempre corremos: ya es caminar-. Él solo corría en ese instante, en ese período de tiempo
con un principio y un fin dados. Al menos algo
corría, tal vez no era él, quizás era un materialización de su niñez, o la
figuración de un monstruo. De cualquier manera, no era lo de siempre.
Corrió. Llegó hasta la entrada de Emergencias
del Hospital Argerich. Se dispuso a buscar ayudar. Pero en la entrada quedó
inmovilizado frente al gentío que ingresaba y salía ajetreado, preocupado,
indiferente. Apenas lo notaban. Ni siquiera algún despistado que lo empujaba
volteaba para disculparse. Él, ahí, parado y mirando la puerta que casi no
permanecía cerrada.
Finalmente, caminó hacia a la Guardia y fue
exactamente en ese momento que, como un disparo percutido desde lo más profundo
de su mente confundida, una frase lo congeló en seco a un paso de la puerta: la compasión de los hombres. ¿Y qué era
esa frase? ¿Qué tenía que ver con todo aquello? (Si es que tenía alguna
relación). Recordó poco a poco que aquello era lo que escribía en su anotador
antes de perder el conocimiento; recordó lo escrito y una peculiar pregunta antes del desmayo:”¿Qué es la
compasión?”.
No entró en la Guardia, solo se quedó parado
afuera. Miró a ambos lados de la calle, vio el hormiguero de autos y personas;
oyó los escapes, los frenos, gritos, sirenas y campanas. Sintió el olor de los
bares que rodeaban el hospital, el olor del aceite frito y las parrillas se
mezclaba con de la humedad del Río, con
el humo de los autos. Observó también a las personas que se detenían
autómatas en el semáforo; observó a las que parecían alegres, y también a las
que caminaban con sus caras de como
siempre: como siempre ayer, hoy y mañana. Vio algo común: un hombre
golpeado tirado en la calle, vio como, aun así, todo el mundo seguía caminando.
Nadie lo ayudaba. ¿Alguien se percataba? ¿Era acaso invisible, o era un
monstruo como él?
Si
nadie me ve, si NADIE me ve:
¡¿Qué
es lo que me ocurre a “mí”?!
Volvió a pensar en la Guardia y no lo dudó
más: entró. Buscó ayuda y nadie lo atendió. Estaba pero no, nadie lo escuchaba.
Con bronca, desesperado, golpeó las mesas de entradas y las de informes. Pero
nada, nadie.
Salió de la Guardia y gritó, fuerte, cuanto
pudo. Pero nada, nadie. Volteó su cara hacia todos lados, volvió a ver al
mendigo. Se acercó y su sorpresa fue final cuando al hablarle al viejo,
destartalado en la vereda, este ni siquiera levantó su cabeza.
…………………
Este hombre no lo vio y nadie más podría
verlo porque desde el momento en que la frase volvió a su mente y se consolidó
como un recuerdo firme y ya no perdido, llenando el vacío de la confusión con
la palabra “compasión”, el final de la transformación se completó. Ya nadie
volvería a verlo pues cualquier humano desnudo, redondeado, suave, real y
olvidado, era invisible para aquellos ojos tan normales, perfectos, comunes,
monstruosos, hermosos, de siempre.
Qué
suerte la de él, que se transforma, y que desgraciado al ser uno entre tantos,
al ser un solitario. Me resulta difícil comprenderlo y solo puedo preguntarme
qué ocurre con la humanización que no
la veo, que no se ve.
El
juguete destinado
Por
Alejandra Suyai Romano, 5° 6°
El
héroe aqueo que ahora yace de rodillas en el suelo, con la mirada perdida en el
escenario que lo rodea, suelta el arma y la arroja lejos de sí.
-¡Oh insulsos dioses!- exclama y su voz
resuena en los cadáveres decorados con la sangre fresca de la batalla-
¿Habremos los mortales de combatir en vuestras luchas insensatas por el resto
de la eternidad, matar como feroces fieras por un bocado de agraciada carne
mientras vosotros os regocijáis en el Olimpo sempiterno, colmados de bellas
mujeres, de honores, de gloria interminable?- y diciendo esto, apoya su brazo y
se empuja para incorporarse. -¿Pies ligeros… acaso poseen alguna utilidad?
¿Acaso la armadura que forjó el implacable Hefesto para mi provecho, la ayuda
de vosotros en la rápida pero efímera victoria de los troyanos sobre los aqueos
–oh traidores, ¡Transmitieron esperanza vana al alma desgarrada y necesitada de
ella!- sirvieron de algo en vuestros oscuros y egoístas planes? ¿Acaso por ello
se recompensa el sufrimiento de Patroclo, mi caro amigo y compañero? ¿Y el de
los valientes aqueos cubiertos por el manto de la oscuridad en la batalla e
incapaces ahora de volver a ver jamás a
sus preciadas esposas y a los niños que rebozan vida en sus pechos? ¿Sabían
ellos de vuestras artimañas escurridizas e insensatas, conocían de verdad por
lo que estaban combatiendo cuando desembarcaron por vez primera a las playas
troyanas, eran conscientes del engaño que expiraban vuestros hálitos divinos,
disfrazados de guerreros, manipulándolos como juguetes de un destino
sangriento, olvidado y doloroso?-
Pregunta Aquiles, dueño ahora de una inconmensurable pena. En ese momento, una
luz potente se cierne sobre el héroe. Éste mira para todos lados, pero no logra
distinguir de donde emana aquella aureola que ahora lo baña con su luminosidad.
Coloca su cara frente al cielo, y furioso continúa exclamando:- Más aun así, no
los juzgaré yo mismo, que aquel que obedece los designios divinos, los dioses
le tienen en su más preciada consideración. Pero no olvidéis que otros lo harán
por mí. Otros, desconocidos, pesarán vuestras acciones en una balanza y se
inclinarán a salvar a unos y destruir a otros. Ellos, impávidos, presenciarán
como vosotros os asustáis terriblemente, festejarán por vuestros temores y
odios y se convertirán en la ruina para vuestros destinos. ¿O es que acaso
piensan que tal como vosotros nos manejáis, ellos tampoco pueden manejarlos a
vosotros?
Al inquirir aquello el valeroso
Aquiles amenaza la nada misma. Como respuesta
escucha risas en el escenario desolado y al mismo tiempo cubierto por
cuerpos moribundos. Se intranquiliza, colérico, busca y aferra nuevamente la
espada y apunta con ella el vacío que lo rodea- ¿Qué es eso? Carcajadas
infernales… ¿De quién? ¿Risas de los dioses? ¿Risas del destino mismo,
burlándose en mi rostro de lo que acontecerá? ¿Risas de los propios muertos,
únicos testigos mudos del dolor y la tristeza que mutilan mi alma, pero que ya
no pueden experimentar sentimiento alguno y lloran sus penas riendo? ¡Que se
presente ante mí, Aquiles Eálida, el dios o mortal que emite ese sonido
inconstante y odioso! ¡Que haga su presencia aquí mismo, aquí y ahora, para que
pueda ajusticiarlo con mi espada, y si no le bastase con ello, con mi fuerza
física, con mis brazos duros como piedras y con mi agilidad de saeta!- calla
repentinamente y espera a que el desconocido aparezca. Se escuchan murmullos un
poco más alejados de los cuerpos que recubren el suelo. Telas caen hacia ambos
lados del lugar y se van cerrando lentamente. Los murmullos parecen
desconcertados al principio. Luego, a medida que presienten que el héroe no
objetará cosa alguna, se van incrementando cada vez más, para luego convertirse
en chiflidos, ovaciones, y aplausos estridentes. Aquiles, confundido, voltea y
observa como una multitud de personas se levantan de sus butucas para chocar
las manos entre sí. Perdido, observa como también los actores que hacían de
muertos se incorporan y con sonrisas en el rostro –alguna que otra lágrima- saludan satisfechos
al público que los aplaude, agradeciendo que la función les haya gustado de
sobremanera, esperando verlos nuevamente cada sábado a la misma hora y deseando
contar con su valorada presencia. El director sale detrás de escenas, los
felicita por el labor realizado aquella noche y sin olvidarse de las criticas,
alude duramente al actor que no pudo contener su risa envidiosa al observar a
Ulises, el chico nuevo que protagonizaba al héroe aqueo, mientras interpretaba
su personaje con tanto sentimiento y compromiso internos. Deciden de común
acuerdo ir a festejar el tremendo éxito de aquella producción en un restaurante
de renombre, y tan pronto como desarman el escenario, apagan las luces y se
alejan de allí. Empujan también al inerte actor que parece presa de una
confusión espantosa y lo conducen hacia la calle, para dejarlo parado después
allí mismo, frente a una vidriera de una casa de juguetes. El entonces ahora
Aquiles (o Ulises), con la mirada perdida en la ciudad luminiscente y
desconocida que parece cernirse sobre su propia sombra y devorarlo, se
encuentra de pie frente a un negocio en mitad de la noche, sin más consuelo que
una espada falsa en la mano derecha y un imparable shock interno que amenaza
con dominar cada parte de su consciencia. Está tan perdido que no nota un
movimiento leve pero continuo. Sus piernas tienen vida propia, y antes de que
se dé cuenta de lo que está haciendo, se
ha acercado con una lentitud exacerbada a la vitrina del negocio y ha clavado su mirada de fuego en un juguete
en particular. Al instante, la risa brota a carcajadas de su garganta, fluye
imparable por sus mejillas, recorre sin detenerse brazos y piernas y se
metamorfosea, finalmente, en descontroladas lágrimas que van a parar al suelo.
Y pensar… Y pensar que un simple caballito de madera, labrado con esmero por
algún artesano citadino, puesto en oferta por algún desconsiderado vendedor
y colocado en la tienda de una ciudad
indiferente, puede provocarle en él, en el héroe aqueo más grande que el orbe
haya visto jamás, tales sentimientos.
CATEGORÍA
B – POESÍA
GANADOR
Algunas estructuras increíblemente originales del
universo
Por Lucero Abbate, 5° 15°
Errantes en caminos delirantes
andan algunos amigos (aislados,
algo atolondrados)
Bueno, bienvenidos,
bienaventurados
bifurcación, brisa, barriletes
(el juego impide a las aves ser augurios)
¿Brújulas? carecemos.
Cada cosa camina como curveando
(ahora los amigos se han vuelto cosas, y el juego no me deja serpentear)
¿Desde dónde debo divisar
destino?
Esto es extraño, estoy encerrado,
espero escapar
Favorecen figuras felices,
filosofar (no es tan útil)
Ganaremos. Guíanos guerrero, tu
gesto gentil garantiza la gloria
Hoy, había hormigas hostiles.
Inútiles, insignificantes,
inestables.
Irritan imponiendo importancia,
inversa a su invisible imagen.
Juro, Jesús, jamás jugué junto a
jirafas kilométricas
Los lugares son lejanos,
Quizás, luciérnagas luminosas nos
libren del laberinto
Quizás, con las lindas
luciérnagas lleguemos libres
Mientras más miro, más me maquino
No, no me mientas, mequetrefe,
nosotros mismos mezclamos nuestros miedos
Ñandúes ñeques, los que comen
ñoquis
¡Oriente!
¡Oh no! Oímos. ¡Osos ocultos!
¡Paren! ¡Peligro! ¡Piedad!
Perdón, puedo pegarte, pisarte, palmarte
pero probablemente pierda.
¿Quién quiso que los quitáramos?
¿Quemándolos?
Realmente resultan repugnantes,
riéndose, regicidas
¿Recuerdan? ¡La Ruta! regresemos.
Síganme, subamos, sé salir,
supongo.
Sospechas tuve, ¿tendré tiempo?
(moriremos antes)
Tiemblo, temblamos, tu tez
transparente transmite terror
Usamos lo último, nos urge.
Unidos, ubicaremos la urbe
¡Vamos! veamos, vendimos la vida
Venceremos violentos vientos,
veloces, viriles,
el vértigo, al vacilar, me voltea
¡Whaler! xilofón, (por no decir
delirio)
ya zarpamos.
MENCIONES ESPECIALES
A una inmigrante
Por Francisco Sauret,
5° 6°
“y el tiempo
estranguló mi estrella…”
Tiras tiras de papel
herrumbradas por
la lluvia de enero
Desechas desechas cartas
herrumbradas por
la lluvia de enero
Las yemas de tus dedos
vislumbran el ácido ardor del
limón sobre tus cicatrices
El estupor austero brota
de esos pellejos corroídos
por tus dientes
Bebes, bebiendo de una botella,
y ya bebida beberás aun más,
hasta que tus ojos se sequen de cansancio
Y verás eufórica por la ventana,
el insomnio de las noches
desparramarse por los tejados
25 de septiembre,
1972
En el callejón
Por Juan Charovsky
"En la
comisura de los labios del rostro más duro
un poco de sangre, color, luz y
un poema, que mil locos han escrito conmigo"...
un poco de sangre, color, luz y
un poema, que mil locos han escrito conmigo"...
"En la
última fisura de la cara más perfecta
algo de polvo, magia, miedo y
una voz, que cien llantos ha llorado ya por ti"...
algo de polvo, magia, miedo y
una voz, que cien llantos ha llorado ya por ti"...
"En la más
pequeña mueca de las máscara más fría"...
una silueta, un gato, humo y
unos pasos, una gota y
un reflejo,
una mano,
un grito,
sangre... en el callejón.
una silueta, un gato, humo y
unos pasos, una gota y
un reflejo,
una mano,
un grito,
sangre... en el callejón.
Tiempo pretérito
Por Juan Charovsky
(...)
cómo se llega la muerte
tan callando;
JORGE MANRIQUE
Secaré mis aguas
en el aire frío de la mañana
y me derrotaré,
en números, notas y letras.
en el aire frío de la mañana
y me derrotaré,
en números, notas y letras.
Secaré mis aguas
en el aire frío del mediodía
y me enterraré,
en el cantero gris del progreso infértil.
en el aire frío del mediodía
y me enterraré,
en el cantero gris del progreso infértil.
Secaré mis aguas
en el aire frío de la tarde
y me plasmaré,
con el sudario de espejos, en la tumba nuestra.
en el aire frío de la tarde
y me plasmaré,
con el sudario de espejos, en la tumba nuestra.
Secaré mis aguas
en el aire frío de la noche;
pero cuando el aire sea tierra
¡Ay de mí!
en el aire frío de la noche;
pero cuando el aire sea tierra
¡Ay de mí!
¡No, que no hubiera secado las aguas!
(¡que no las seque!)
(¡que no las seque!)
¡Que no me hubiera enterrado en el cantero!
(¡que no me entierre!)
(¡que no me entierre!)
¡Que no me hubiera plasmado en la tumba!
(¡que no me plasme!)
(¡que no me plasme!)
¡Que aflore el agua e inunde
el cantero para dar flor;
que letra y nota dé la flor
que sendas muertes den al sudario!
el cantero para dar flor;
que letra y nota dé la flor
que sendas muertes den al sudario!
(y todo, antes de que mi tiempo sea pretérito
y yo -tan callando- hubiera escrito estas líneas).
y yo -tan callando- hubiera escrito estas líneas).
Las apreciaciones del jurado sobre los trabajos premiados
PALABRAS A LOS CONCURSANTES:
Hemos llegado al final de este
primer concurso de cuento y poesía organizado por el Centro de Estudiantes y
esperamos que ésta sea la primera edición y que, del mismo modo en que
decidieron llevar este proyecto adelante, lo puedan mantener en el tiempo.
El concurso fue posible por la
organización que pusieron en marcha y por la participación de todos los
concursantes. Vaya para ellos nuestro reconocimiento, más allá de los premios.
Finalmente, queremos agradecerles
a Uds. el que nos hayan convocado para formar parte de esta historia llena de
palabras e imaginación.
CATEGORÍA
A
CUENTO
Menciones
“La imaginación de unas
pinceladas” establece sutiles vínculos intertextuales y presenta una acabada
descripción amalgama entre plástica y literaria. El uso de la repetición a
nivel sintáctico genera un ritmo como de pincelada impresionista.
“Final feliz” comparte con “La
imaginación de una pinceladas” la acertada relación intertextual, aunque en
este caso se trata de una rescritura paródica bien propia del siglo XXI.
“Diana” construye una atmósfera
sumamente vívida, que introduce al lector en la historia como si lo hiciera
sentarse en las primeras filas de un espectáculo teatral. Si en “La imaginación de una pinceladas” la literatura y la
pintura se funden, en “Diana” lo hacen la música y la literatura. Y así como en
“Diana” se vislumbra el relato popular anónimo, en “Diana” se deja ver casi
como una metonimia el fantástico.
Ganador
“La flor de mi secreto”: En este
caso es la fotografía del cine la que se funde con la literatura, como un
pequeño álbum de instantáneas de polaroid, en el que no faltan, incluso,
escenas de un delicado erotismo de iniciación juvenil. Una genial construcción
de su personaje principal.
POESÍA
Menciones
“Máscaras”: explota al máximo la
capacidad sintética de la poesía. Todo un inquietante universo metafórico en solo
tres versos que invierten el conocido tópico.
“Condicional simple”:
Interrogación sobre las actitudes del yo ante los probables, posibles e imposibles.
Lograda escenificación de lo paradójico del deseo humano. Productividad de la
pregunta retórica, que nos pone ante el no-saber acerca de uno mismo, y de
otros recursos poéticos como el paralelismo anafórico.
Ganador
“Réquiem a la Nada”: inquietante
prosa poética que reflexiona sobre un adiós anunciado, en el que se combinan
con mucho acierto imágenes metafóricas de la música y el silencio. La relación
amorosa anhelada como armonía y acorde, pero vivida como vacío; una
representación trágica de la naturaleza de algunos amores...
CATEGORÍA
B
CUENTO
Menciones
“Karuna”: es un relato vertiginoso, producto de la transformación física del
protagonista. Dicha situación determina un recorrido por los alrededores
de Parque Lezama y La Boca. Karuna es una fuga de la identidad y la certeza de
la ausencia de los otros. Un texto urgente y pesimista por las actitudes
egoistas y el automatismo de nosotros en el paisaje urbano.
“El juguete
destinado”: es una intensa y amorosa relectura del héroe de la Guerra de Troya.
El gato de Cheshire en su reescritura, capta el instante que hace de esos
personajes homéricos, los héores cuyas actitudes nos permiten su
pervivencia más allá del tiempo.
Ganadores (premio compartido)
“Los besos”: minuciosa y
delicadísima descripción, tanto metafórica como sensitiva. Un brillante dominio
del ritmo en la progresión desde el amor hasta el desamor. ¡Pura sensualidad!
“Libros de ayer”: excelente
reflexión sobre el tiempo, sobre la lectura. La librería es un locus amoenus
en la ciudad febril. Genial humor.
POESÍA
Menciones
“Tiempo pretérito”: el
paralelismo sintáctico, las anáforas producen un potente efecto de sentido.
Acierta en el tono, en el léxico. Excelente la relación intertextual, y
pertinente el epígrafe. El trabajo con el presente-pasado-futuro es muy
inquietante.
“En el callejón”: excelente el
manejo y la construcción de la imagen, el trabajo con los elementos y el todo.
La enumeración final es impactante. La presencia de la escritura en la
escritura enriquece el poema, al igual que en “Tiempo pretérito”.
“A una inmigrante”: Lleno de
léxico preciso, rico. Muy interesante la construcción del “tú”. Presenta
imágenes muy fuertes, muy potentes: escenas muy visibles y profundamente
metafóricas.
Ganador
“Algunas estructuras
increíblemente originales del universo”: ¡increíblemente originales algunas
estructuras de versos, de palabras; explosiones! Sobre todo, por la potencia al
producir sentido. Un juego poético verdadero, de fusión entre sentido y sonido,
pleno, gozoso.
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